About the author
Nací el 5 de Mayo de 1956, en Santo Domingo, República Dominicana. A temprana edad mi familia emigró hacia la isla vecina de Puerto Rico, donde pasé mi niñez.
Recuerdo que las vecinas nos llevaban a la iglesia San Vicente de Paúl, en Santurce, todos los domingos. Yo me arrodillaba frente a un ataúd de cristal que guardaba una estatua de Cristo. Ver esta imagen era muy triste para mí, ya que presentaba heridas y la sangre le corría por su cuerpo; tenía un rostro de tristeza y de sufrimiento. En realidad yo no sabía el significado que tenía la muerte de Cristo para con mi vida. Yo no entendía lo que veía y a veces, angustiada, solo lloraba frente a ese ataúd. El desahogarme llorando, me hacía sentir bien en la iglesia. Sin embargo, no me sentía bien del todo. Entonces procuraba entrar al confesionario semanalmente y contar mis penas. Aunque lo cierto era que no me sentía del todo confiada al entrar al confesionario. Yo no me atrevía a decir todas las cosas que tenía en mi corazón pues simplemente no confiaba en la persona que me escuchaba.
Nunca olvidaré que después de la misa en el trayecto a casa me decía a mí misma:
"Cuánto desearía sentir a Jesús cerca de mí. Estar con Él cada día de mi vida". Tenía una necesidad de sentir su presencia de cerca y sentirle vivo. Este sentir, este pensar, era efímero; solo me llegaba a la mente los domingos. Yo me convertí en una cristiana de domingos. Y durante la semana, la imagen que tenía de Cristo, era la misma que seguía allí: lo veía crucificado o en una esquina de la iglesia, en su ataúd. Y así continuaba yo vacía y con una profunda necesidad de Dios. Esto fue una pequeña parte del principio de lo que sería una nueva vida al servicio de Dios.
En la mañana del 1 de mayo de 1972, como a las 11:30 a. m., llegaron unos jóvenes a la Escuela Secundaria de Artes Plásticas Lucchetti, en el Condado, Puerto Rico, donde yo estudiaba. Estos jóvenes estaban reunidos cantando y predicando la Palabra de Dios fervorosamente. Ellos testificaban de cómo el Señor había cambiado sus vidas. Yo atentamente les escuchaba y sentía que todo lo que decían se identificaba conmigo. Hicieron un llamado, yo lloraba mucho, levanté mi mano en aceptación de Cristo y repetí la oración de fe. Solo decía en mi corazón: "Jesús, lo que yo estaba buscando, ya lo encontré". ¡Ya podía tener una relación personal con el Señor, un Cristo vivo y real, una esperanza nueva! Ahora mi Cristo era real; ya no era una imagen decaída en un ataúd de cristal, tampoco un Cristo en una cruz o una estatua con ojos, pero que a mí no me miraba, ni con oídos que a mí nunca me escucharon. No escuchaba mis oraciones, ni mis angustias. Ni un Cristo con manos que nunca sentí que se extendieron a socorrerme; simplemente era un Cristo muerto. Desde ese momento mi vida cambió, para mí todo era diferente. Yo experimenté el nacer de nuevo. "De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas" (2 Corintios 5:17).
El poder de Dios se hizo presente en mi vida al recibir el Bautismo en el Espíritu Santo. Me uní a una congregación y asistía al Instituto Bíblico Biblia, Oración y Ayuno (B.O.A.). Hice una decisión en mi corazón de ser una cristiana perseverante y constante, no simplemente de domingos. Deseaba dedicar mi vida a Dios y que él me usara poderosamente. Yo estaba dispuesta a pagar el precio necesario para ser un vaso útil en las manos de Dios.
En la escuela comencé a predicar la palabra del Señor y se convertían almas. También predicaba el evangelio en otras escuelas, en las calles y los autobuses públicos. En muchas ocasiones, todos los pasajeros aceptaban a Jesucristo como su único salvador. Pero también en otras, se formaba una algarabía donde las gentes me gritaban con insultos que me callara o bajara del autobús. ¡Gloria a Dios! Estas experiencias fueron un entrenamiento maravilloso para mí.
En "Las Catacumbas", la congregación a la cual pertenecía, yo era parte de